Durante mucho tiempo, estuve convencido que los mejores profesores eran los que inspiraban mayor respeto, y nadie les discutía nada; a los que no se les desordenaban los niños en la escuela de tenis; los que sabían más; los que habían tenido ranking ATP; los más activos; los que gritaban mucho; los que no se apoyaban en la reja, ni en los postes de la luz de la cancha; los que dejaban más transpirados a sus jugadores, o los con más onda y simpatía.
¡Luego entendí que los entrenadores exitosos son los que sin seguir ninguna receta, sino que siendo ellos mismos, simplemente logran que sus alumnos aprendan!
Sin embargo, hoy sé que eso es insuficiente, porque existe algo todavía más importante: lo que hay que conseguir, además, es que los jugadores disfruten el proceso de aprendizaje, que en ocasiones puede presentarse frustrante.
Para lograr ese objetivo, no basta con saber todo sobre técnica, táctica, metodologías de entrenamiento o preparación física.
Los cursos para profesores se enfocan principalmente en esos aspectos, dejando en un plano secundario una arista, para mí, clave en el proceso de aprendizaje: el vínculo entre el entrenador y el jugador.
Forjar una buena relación con el deportista es vital. Y para alcanzar esa meta, el profesor debe desarrollar diversas habilidades blandas.
Lo primero que tiene que hacer es conocerse bien, para estar al tanto de cuáles son sus fortalezas y debilidades, con qué virtudes cuenta y potenciarlas al máximo.
Un proceso de coaching, por ejemplo, resulta muy útil para conseguirlo ya que, además, permite adquirir valiosas herramientas para entablar vínculos fructíferos.
Cada persona es distinta, por lo que el profesor tiene que disponer de un abanico de recursos, necesarios para conectarse de manera profunda con su alumno.
La empatía constituye solo uno de los pilares para obtener ese resultado. Algo se escucha sobre ese término en las capacitaciones, pero el tema de forjar vínculos saludables es bastante más amplio.
Por lo general, los buenos entrenadores saben todos más o menos lo mismo. Lo que cambia, y marca la diferencia, es precisamente la calidad de sus lazos con el entorno y sus dirigidos.
Pasé por varios clubes, y conocí una buena cantidad de profesores durante mi adolescencia.
Yo era de carácter tímido. Además, no destacaba como una promesa, ni nada que se le pareciera. Pero tuve la suerte que mi camino se cruzara con el de cuatro entrenadores que me aceptaron sin criticarme, ni querer cambiar mi personalidad.
No recuerdo tanto lo que me enseñaron tenísticamente, pero sí me acuerdo cómo me hicieron sentir: lograron que experimentara la sensación de ser acogido e integrado.
Consiguieron que yo disfrutara el tenis, creyera en mí y fuera feliz en la cancha.
Nunca una mala cara, ni una mala palabra. Al contrario, eran seres siempre cargados de alegría y optimismo.
Estos cuatro profesores a los que me refiero, fueron los mejores que tuve.
Sus nombres son José Luis Cuadra (más conocido como Peter), Juan Carlos González y Luis Cáceres, que se desempeñan hasta hoy en el Club Manquehue. El cuarto se llama Patricio Ampuero, el Pato, quien todavía forma parte del staff de entrenadores del Stadio Italiano.
¡Un gran abrazo para cada uno de ellos y gracias por todo!
Arturo Núñez del Prado
Periodista
Profesor de Tenis
arturondp@gmail.com