Mucho se ha debatido sobre el polémico tenista australiano, Nick Kyrgios.
Algunos opinan que su comportamiento irreverente hace que el tenis sea más divertido, que se vendan más entradas y que su conducta condimenta, y vuelve más atractivo, a este deporte.
Otros afirman que se trata de un maleducado, cuyas bochornosas actitudes y escándalos degradan el espectáculo, constituyendo una grave ofensa al rival, al público y al tenis mismo.
Saques por abajo, discusiones con los árbitros, burlas al oponente y hasta el lanzamiento de una silla a la cancha, conforman solo una parte del extenso repertorio de acciones anecdóticas de este talentoso jugador.
A mí, Nick Kyrgios me colmó la paciencia hace rato. Su arrogancia y prepotencia me despiertan la más profunda antipatía.
Un tarro con pocas piedras produce bastante más alboroto que otro lleno por completo. Lo mismo sucede con una carreta. Vacía provoca mucho más ruido, que al encontrarse extremadamente cargada.
Pues bien, creo que este tenista pintoresco también está vacío, en cuanto a que carece de algunos valores fundamentales como el respeto y la humildad, lo que explica su comportamiento estridente y fuera de lugar.
El mensaje que transmite este deportista consiste en que lo único importante es vencer, a cualquier precio, sin que importe el cómo, porque el mundo les pertenece sólo a los ganadores y exitosos.
Eso refuerza creencias como la que postula que quien obtiene el segundo lugar, se convierte en el primero de los perdedores.
“Recibimos una educación anti sabiduría, que alimenta la idea absurda que solo el éxito conduce a la felicidad”, leí tiempo atrás.
Muy cierto y peligroso a la vez, ya que como decía el rayado de un muro “le pedimos tanto a la felicidad, que la hemos vuelto imposible”.
Siendo niños, nos preparan solo para triunfar. No se nos enseña a perder, a manejar la frustración que eso conlleva. Entonces, cuando las cosas no salen como queremos, no sabemos qué hacer.
Nadie nos muestra que del fracaso es posible extraer valiosas lecciones. Y tampoco nos recalcan que, aunque no se consiga el objetivo, igual siempre se gana algo.
“Agradécele a quien te venció, porque te mostró lo que debes mejorar”, es una frase sobre el enorme valor educativo de la derrota.
Pero hoy, más que nunca, todo está enfocado en alcanzar, obtener, ganar, poseer, acumular.
Ser amable, educado, prudente, buscar el consenso, ceder o no pasar a llevar a los demás, se confunde a veces con falta de aplomo, temple o coraje.
Entonces, algunos jugadores piensan que tienen la obligación de demostrar que ellos sí tienen carácter. Con ese argumento justifican su pésima conducta en la cancha, que se traduce en gritos, recriminaciones, improperios y hasta en raquetas rotas.
Sin embargo, para mí eso es sinónimo de desequilibrio, descontrol, desenfreno o histeria.
Y constituye una prueba de, justamente, falta de carácter.
Arturo Núñez del Prado
Periodista
Profesor de Tenis
arturondp@gmail.com